“La ciencia es el resultado directo del más humano de los esfuerzos humanos, el de liberarnos”… “La ciencia no tiene autoridad. No es el producto mágico de lo dado, los datos, las observaciones. No es un evangelio de verdad. Es el resultado de nuestros propios esfuerzos y errores. Somos usted y yo los que hacemos la ciencia lo mejor que podemos. Somos usted y yo los que somos responsables de ella”… “La bomba atómica (y posiblemente también el llamado “uso pacífico de la energía nuclear” cuyas consecuencias pueden ser incluso peores a largo plazo) nos ha mostrado, pienso yo, la superficialidad del culto a la ciencia como un “instrumento” de nuestro “dominio de la naturaleza”: nos ha mostrado que este dominio, este control, es capaz de autodestruirse y es más capaz de esclavizarnos que de hacernos libres, si no nos elimina por completo. Y aunque merece la pena morir por el conocimiento, no merece la pena morir por el poder”… “Todo esto puede estar muy trillado. Pero hay que decirlo de vez en cuando. La primera Guerra Mundial no sólo destruyó la república del saber; estuvo a punto de destruir la ciencia y la tradición del racionalismo, porque hizo a la ciencia técnica, instrumental. Llevó a una especialización creciente y apartó de la ciencia a quienes tendrían que ser sus verdaderos usuarios: el aficionado, el amante de la sabiduría, el ciudadano corriente, responsable, que tiene un deseo de saber. Todo esto empeoró mucho con la Segunda Guerra Mundial y la bomba. Por eso hay que volver a decir estas cosas. Porque nuestras democracias atlánticas no pueden vivir sin ciencia. Su principio fundamental –aparte de ayudar a reducir el sufrimiento- es la verdad” (Popper, 1985, p. 300 en Echavarría, 1995, p.84)